

Mucho mas tarde, cuando cazar se convirtió en distracción para los ricos y reyes, estos, precisamente para elevar su derecho a la práctica venatoria sobre la andrajosa plebe, algo furtivilla por cierto, se inventaron el concepto de deportividad -entendido como juego limpio con la pieza-, que les sirvió para legitimar éticamente sus cacerías y perpetuar la exclusividad, dándose cuenta de que, lo que se inicio como coartada o excusa, en realidad, proporcionaba el placer adicional de lo bien hecho. Esa idea culmina favorablemente en los tiempos de los grandes escritores cinegéticos que todos conocemos y que narraban sus cacerías y salidas cinegéticas como algo positivo, satisfactorio, motivo de orgullo y hasta épico, admirado por el resto de los ciudadanos no cazadores. Lamentablemente, cuando ya todos pudimos cazar y el ocio se extendió a las demás capas sociales, este concepto de juego limpio se difumina y da paso al de competitividad, que se popularizó posteriormente, como suele ocurrir cuando algo se masifica, porque siempre hay quién ha de ser superior a todos en algo, tan propio del ser humano, en nuestro caso el que mas y mejor caza para, en aras de la competición, terminar siendo el que mas mata de todos. Esto de la deportividad en la caza perdura hasta nuestros días como justificación y cierto intento de mimetizar algunas de nuestras vergüenzas, frente a la sociedad no cazadora. Sin embargo, como la mentira tiene poco recorrido, eso de caza-deporte ha terminando siendo un anacronismo a todas luces, muy lejos del juego limpio que buscaban nuestros padres cazadores antiguos, cuando de aplicarlo a la actual caza comercial se trata, barrido y superado, todo ello de un plumazo, en su valoración moral, por el ecologismo urbanita emergente, que ejerce el desprecio mas radical contra esa caza, deportiva –y por extensión contra cualquier otra- aunque halla entre nosotros quien se empeñe en seguir con ese discurso deportista, promotor del ejercicio corporal competitivo sobre animales cazables, que nadie cree ni sirve como justificación de la caza, sencillamente porque es falso.
Superado por la actual sociedad mercantilista -donde solo sobrevive lo que tiene un valor económico- ese deporte cinegético es lo primero que se somete al juicio y a las reglas implacables del mercado, sirviendo ahora solo para llenar bolsillos, campeonato a campeonato, temporada a temporada…. “y dejémonos de gaitas éticas”, que diría un fabricante de gallinos de granja, listos para ser ajusticiados en el ojeo del domingo, o en la popular suelta a “mata cuelga”, tras meterse muchos euros en la buchaca, a cambio de semejante jolgorio de cartón piedra, eso si, muy “deportivo”. Este batiburrillo conceptual y de justificaciones, en un somero recorrido causal y temporal como el que acabo de hacer, es a lo que la caza ha llegado, pero a muchos cazadores no nos gusta nada, es mas nos avergüenza y repugna por carecer de dignidad y motivación esencial.

Ese derecho esencial a poder cazar, que nos pertenece como especie, sin distinción de épocas ni de clases, permite a los cazadores evitar tener que justificarnos ante nadie, pero, si queremos cazar con compromiso y responsabilidad, no debemos ni podemos librarnos de buscar y encontrar esa causa o motivo de cazar, única y exclusivamente, ante nosotros mismos, sin mirar a nadie mas. Sigue siendo necesario. Esta inquietud, afortunadamente, la despejamos en el hecho y en la forma de abatir las piezas de caza, cazando limpiamente, además de pasar por la firma tácita de un contrato vital no escrito de respeto hacia la especie cinegética y con sus ciclos. Todo ello, como afirmo, permite llegar a ennoblecer la práctica de la caza por su forma de entenderla y de llevarla a cabo.
Hoy en día la artificialidad ha invadido la caza por todas partes y la ha transformado en meras acciones previsibles de dar muerte a animales en movimiento. Viendo que esa caza artificial, basada en el mercantilismo, no se despega, es mas se oculta, adherida y detrás del verdadero concepto de cazar, confundiéndose hasta en la denominación, a los cazadores no nos queda otro remedio que la reivindicación de nuestro compromiso con ella, que es, precisamente, lo que no existe en la simple muerte ocasional de un animal que vale mucha pasta. Así que, si queremos mantener esto que llamamos caza como algo digno, debemos hacerlo noblemente.
Cumplir con la caza significa hallar esta tranquilidad espiritual que buscamos ante el animal abatido, tras el lance, pero solo y cuando le hemos cazado previamente. Ese debe ser nuestro compromiso contractual individual y colectivo, huyendo de matar por matar, por deporte o por negocio, como se viene haciendo últimamente. Desarrollar, en consecuencia, el principio que ya definió Ortega y Gasset acerca de cazar como "Matar por haber cazado", que decía el recordado e ilustre pensador.
La caza noble, con el resultado de la muerte de ese animal llamado pieza de caza, precisamente por serlo, viene precedida y avalada dos hechos: por un lado, el deber del ritual de haber cazado y, por otro, el previo compromiso de responsabilidad del cazador sobre su supervivencia como especie cinegética, debidamente aceptado y asumido como propio.

Si buscamos convertir el cazar en algo sencillo, rápido, simple, fácil y cómodo es decir, únicamente, en matar, tal pretensión se aleja de la propia justificación que busca el verdadero cazador en si mismo. No encuentra placer ni justificación en esa muerte aquel cazador que teniendo protagonismo en la consumada superación de la pieza, una vez abatida, no la ha cazado con dificultad, con reglas, con compromiso, cumpliendo, en suma, con ella.
Matar cómodamente, sin destreza, sin práctica ritual y tradicional venatoria, con desproporción de medios técnicos sobre el animal, limitando sus querencias, sus espacios, sus recursos, sus defensas. Todo ello no es caza, es matar sin finalidad esencial y por el placer de hacerlo para aquellos que se conforman con esa simple pretensión irresponsable. En esa pseudocaza no existe respeto ni contrato vital alguno con la pieza y nada tiene que ver con lo nuestro.
Resumiendo, matar por placer, sin más cláusulas, supone ser cómplice de poner en valor, exclusivamente, la muerte del animal, al servicio de quien pague o cobre por hacerlo. La caza no es esto, ni a eso debemos llamarle caza. Cercones, gallinos, masificación y repetición de cacerías, descastes por mala gestión, artificialidad en busca de la matanza perfecta, fácil y sin límites, pero siempre tasada, solo merecen el desprecio y el rechazo del cazador y la exigencia imperdonable, ahora si, de justificación social para los partícipes de todo ello, aunque se quieran llamar cazadores, sin serlo. Yo también estoy en contra de esa "muerte". Por el contrario cazar exige el respeto a la pieza, a reglas y métodos, para ofrecerle una opción a salvar su vida en el lance; a su derecho a pervivir y mantenerse en el campo; obliga a asegurar a la especie su futuro como pieza de caza, velando, ayudando y garantizando sus procesos vitales y los lugares de caza; manteniendo la máxima autenticidad y naturalidad, entendida como conservación. Nadie va a ocuparse de dignificar la caza, salvo el auténtico cazador. Estamos llamados a ser los únicos y últimos responsables de ese contrato vital leal e inexcusable, si queremos seguir cazando, pero ahora, de nuevo, noblemente.
Si los cazadores nos proponemos día a día, paso a paso, esta nueva frontera de nobleza en nuestra práctica venatoria, dará igual que se afirme que la caza es un negocio, un deporte o una hazaña personal, dejemos ese debate. La caza, entonces, será noble, el cazador también y eso nos prestigiará en su práctica, ante nosotros mismos, que no es poco, en tiempos de crisis total, especialmente de valores humanistas muchos de ellos, por cierto, propios de cazadores desde siempre.
(Dedicado a Juan Miguel Sanchez Roig por defender tenazmente los valores de la caza noble y del cazador comprometido)
José Antonio Martinez del Hierro
Jueves, 29 de Abril de 2010